La reciente intensificación de la presencia militar de Estados Unidos en el Caribe marca un punto de inflexión en la geopolítica hemisférica. Con despliegues navales, advertencias directas de la CIA y ejercicios conjuntos que involucran hasta un 10% de la flota estadounidense, Washington envía un mensaje inequívoco: no tolerará que el régimen de Nicolás Maduro siga actuando como pieza de desestabilización regional ni que Rusia, China e Irán sigan usando a Venezuela como plataforma de influencia en el continente. La reaparición de Marines en maniobras frente a las costas venezolanas recuerda las tácticas de contención de la Guerra Fría, pero en un contexto muy distinto: el actual tablero no enfrenta ideologías enfrentadas, sino sistemas en pugna entre la institucionalidad democrática y las redes autoritarias que usan el narcotráfico y la energía como armas políticas.
Maduro, amparado por el dinero del oro, el petróleo y las alianzas con potencias revisionistas, ha servido de sostén financiero e ideológico para varios gobiernos de izquierda en América Latina, incluyendo el de Xiomara Castro en Honduras. Los vínculos entre Caracas y Tegucigalpa son evidentes en la narrativa antiestadounidense, la defensa de regímenes autoritarios y la expansión de estructuras paralelas al Estado formal. Que Estados Unidos vuelva a poner a Venezuela en el centro de su política de seguridad continental supone un golpe directo a esa cadena de dependencia. Si Washington logra bloquear los flujos de dinero y combustible que Maduro canaliza hacia Centroamérica, gobiernos como el hondureño enfrentarán un súbito debilitamiento financiero y político. Para Honduras, paradójicamente, esa presión podría convertirse en una oportunidad: una ventana para redefinir sus relaciones exteriores hacia una política más equilibrada, pragmática y orientada a la cooperación en desarrollo, en lugar de la afinidad ideológica.
La respuesta de los aliados del bloque bolivariano no se ha hecho esperar. Cuba ha emitido comunicados de respaldo a Maduro denunciando la “agresión imperial”, aunque su economía —estrangulada y sin petróleo venezolano suficiente— apenas puede sostener su propia supervivencia. México, más cauto, ha invocado el principio de no intervención, aunque sus recientes tensiones con Washington en materia de narcotráfico y migración lo colocan en una posición incómoda. En Tegucigalpa, el silencio oficial y la retórica de soberanía encubren una inquietud profunda: la posibilidad de que un viraje en la política de seguridad de Estados Unidos exponga la fragilidad de los acuerdos energéticos y las asesorías políticas importadas desde Caracas y La Habana. En todos estos casos, los gobiernos de izquierda saben que su margen de maniobra se reduce drásticamente cuando el Pentágono activa su músculo naval y la CIA su red de inteligencia regional.
Por su parte, Rusia ha reaccionado con un discurso de solidaridad hacia Venezuela, denunciando una “nueva agresión imperial” y prometiendo cooperación técnica y militar. Sin embargo, su capacidad real de respuesta está limitada por la guerra en Ucrania y el aislamiento económico. Moscú puede ofrecer retórica y algunos suministros de defensa, pero no una disuasión efectiva frente al poder marítimo estadounidense. China, en cambio, observa con pragmatismo. Sus intereses principales en América Latina son económicos, no ideológicos, y un conflicto abierto en el Caribe pondría en riesgo inversiones estratégicas y cadenas logísticas. Pekín ha enviado señales ambiguas, abogando por la “resolución pacífica” y la “estabilidad regional”, pero sin respaldar militarmente a Maduro. Su prioridad es evitar sanciones secundarias y mantener el flujo comercial con Estados Unidos en un momento de tensiones por los aranceles tecnológicos y la competencia en el sector de semiconductores.
En este escenario de creciente presión, Donald Trump ha reaparecido como actor determinante en la narrativa estadounidense. Sus declaraciones recientes sobre Nicaragua, a la que calificó de “régimen criminal protegido por el socialismo hemisférico”, confirman que una eventual administración republicana endurecería aún más la línea hacia el eje Caracas-La Habana-Managua. Marco Rubio, senador de origen cubano y figura clave en la formulación de la política hacia América Latina, ha sido uno de los principales promotores de esta nueva doctrina de contención. Para él, el Caribe no es un flanco secundario, sino la primera línea de defensa ante la expansión de regímenes autoritarios apoyados por China y Rusia. Su ascendencia cubana y su conocimiento del entramado político de la región le otorgan credibilidad y fuerza dentro del Congreso para empujar sanciones más severas y una mayor presencia militar en aguas del Atlántico Sur.
El Caribe americano, que durante años fue relegado a la periferia estratégica, vuelve ahora a ocupar un lugar central en la agenda de seguridad de Washington. Desde Guyana hasta Honduras, la sombra de la flota estadounidense proyecta tanto disuasión como esperanza. Disuasión para quienes dependen de la petrofinanciación de Maduro; esperanza para aquellos países que ven en esta nueva etapa una oportunidad para reencauzar su política exterior y reforzar lazos económicos con Estados Unidos. Si el cerco a Venezuela se consolida, Honduras podría verse obligada a elegir entre seguir atada a un eje en declive o recuperar autonomía y credibilidad internacional. En ese dilema, la inteligencia diplomática será tan importante como la prudencia. Lo que está en juego no es solo la hegemonía de una potencia, sino el futuro de un continente que vuelve a ser escenario de la historia.