La mañana que el sol cayó sobre Hiroshima: 80 años desde los 70.000 muertos, décadas de radiactividad letal y la niña de las mil grullas de papel

La mañana que el sol cayó sobre Hiroshima: 80 años desde los 70.000 muertos, décadas de radiactividad letal y la niña de las mil grullas de papel

La mañana del 6 de agosto de 1945 un avión de la Fuerza Aérea estadounidense lanzó un arma hasta entonces desconocida sobre una ciudad densamente poblada de Japón. El plan secreto para fabricarla, sus efectos devastadores a corto y largo plazo, y la conmovedora historia de Sadako Sasaki que se convirtió en un dramático reclamo por la paz en el mundo

La bomba nuclear lanzada por Estados Unidos sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945 provocó miles de muertos en un solo instante. (Archivo DEF)

“¡Dios mío, ¿qué hemos hecho?!”, dijo el copiloto del avión B-49 de la Fuerza Aérea estadounidense mirando hacia abajo. A su lado, aferrado a los comandos, el coronel Paul Tibbets, no pronunció una palabra. Eran las 8.15 de la mañana del lunes 6 de agosto de 1945 y acababan de arrojar la bomba más potente y letal de la historia sobre Hiroshima. La Segunda Guerra Mundial ya estaba definida en Europa, con la rendición de la Alemania nazi, pero Japón todavía resistía en el Pacífico. Para acabar con esa resistencia sin necesidad de invadir, el presidente estadounidense Harry Truman decidió utilizar un arma hasta entonces desconocida, la bomba atómica, y arrojarla sobre una ciudad densamente poblada.

El avión comandado por Tibbets había despegado de la base aérea de North Field, en Tinian, volando durante seis horas para llegar a su objetivo. A las órdenes del coronel, estaban a bordo del B-49 el teniente primero Jacob Beser, el teniente segundo Norris R. Jeppson, el capitán Theodore J. Van Kirk, el mayor Thomas W. Ferebee, el capitán William S. Parsons, el capitán y copiloto Robert A. Lewis, los sargentos Robert R. Shumard, Joe A. Stiborn, Wyatt E. Duzenbury y George R. Caron, y el soldado Richard H. Nelson.

El coronel Tibbets le había puesto nombre al avión en que volaban: “Enola Gay”, el de su propia madre. Extraño nombre para un bombardero, porque las madres se distinguen por cargar vidas en sus vientres, pero lo que el Enola Gay cargaba era un devastador artefacto de muerte.

La bomba de uranio 235 se llamaba Little Boy, aunque de pequeña tenía solo el nombre: pesaba 4.400 kilos, medía tres metros de largo por 75 centímetros de diámetro y tenía una potencia explosiva de 16 kilotones, el equivalente a 1600 toneladas de dinamita. Explotó a 600 metros de altura sobre Hiroshima y mató al instante a unas 70.000 personas —un tercio de la población—; y condenó a morir en los años siguientes a otras tantas por sus efectos radiactivos.

Hombres japoneses llevan a una víctima de la bomba atómica lejos de las ruinas humeantes en Hiroshima. (REUTERS)

Relatos del horror

A bordo del Enola Gay, el artillero de cola y fotógrafo George Caron vio horrorizado los primeros efectos de la explosión. “Una columna de humo asciende rápidamente. Su centro muestra un terrible color rojo. Es una masa burbujeante gris violácea, con un núcleo rojo. Todo es pura turbulencia. Los incendios se extienden por todas partes como llamas que surgiesen de un enorme lecho de brasas. Comienzo a contar los incendios. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… catorce, quince… es imposible. Son demasiados para poder contarlos. Aquí llega la forma de hongo de la que nos habló el capitán Parsons. Viene hacia aquí. Es como una masa de melaza burbujeante. El hongo se extiende. Puede que tenga mil quinientos o quizá tres mil metros de anchura y unos ochocientos de altura. Crece más y más. Está casi a nuestro nivel y sigue ascendiendo. Es muy negro, pero muestra cierto tinte violáceo muy extraño. La base del hongo se parece a una densa niebla atravesada con un lanzallamas. La ciudad debe estar abajo de todo eso. Las llamas y el humo se están hinchando y se arremolinan alrededor de las estribaciones. Las colinas están desapareciendo bajo el humo”, relató la escena en tiempo presente.

El radio de total destrucción fue de 1,6 kilómetros, provocando incendios en 11,4 kilómetros cuadrados. Las autoridades japonesas calcularon que el 69 % de los edificios de Hiroshima fueron destruidos y otro 10% resultó dañado. Alrededor de 30 minutos después comenzó un efecto extraño: empezó a caer una lluvia de color negro al noroeste de la ciudad. Esta “lluvia negra” estaba llena de suciedad, polvo, hollín, así como partículas altamente radiactivas, lo que ocasionó contaminación aun en zonas muy alejadas. En la ciudad, había cadáveres por doquier. Los primeros reportes difundidos por Radio Tokio decían: “Prácticamente todas las cosas vivas, humanos y animales, se quemaron hasta la muerte”.

La decisión de Truman

Pocas horas después del ataque, desde Washington, el presidente Truman anunció al mundo que Estados Unidos había utilizado una bomba atómica. “Con esta bomba hemos añadido un nuevo y revolucionario incremento en destrucción a fin de aumentar el creciente poder de nuestras fuerzas armadas. En su forma actual, estas bombas se están produciendo. Incluso están en desarrollo otras más potentes. (…) Ahora estamos preparados para arrasar más rápida y completamente toda la fuerza productiva japonesa que se encuentre en cualquier ciudad. Vamos a destruir sus muelles, sus fábricas y sus comunicaciones. No nos engañemos, vamos a destruir completamente el poder de Japón para hacer la guerra. (…) Si no aceptan nuestras condiciones, pueden esperar una lluvia de destrucción desde el aire como la que nunca se ha visto en esta tierra”, dijo.

Obtener la bomba le había llevado a los Estados Unidos años de investigación y desarrollo en el marco del ultrasecreto “Proyecto Manhattan”, liderado por el físico Robert Oppenheimer. Se montaron instalaciones secretas en el Laboratorio Nacional de los Álamos, en Nuevo México, donde se comenzó a desarrollar material fisionable para alimentar la cadena de reacciones nucleares necesaria para lograr la explosión atómica y también el dispositivo de la bomba.

Para principios de julio de 1945 se terminó de construir “Gadget” (Artilugio), el primer prototipo funcional de una bomba nuclear y se fijó el lunes 16 para realizar la prueba, con el nombre en clave de “Trinity” (Trinidad). El dispositivo de implosión basado en plutonio se colocó sobre una torre de acero de 30 metros que fue designada “zona cero”. Una gran canasta, también de acero, de nombre clave Jumbo se encontraba preparada para recuperar el plutonio en caso de que la prueba fallara. A una considerable distancia de ese lugar se instalaron equipos, instrumentos y puntos de observación. El refugio más cercano se encontraba a nueve kilómetros de la zona cero.

El coronel Paul Tibbets, piloto del Enola Gay, el avión que lanzó la bomba atómica sobre Hiroshima, saluda desde su cabina antes del despegue de Tinián el 6 de agosto de 1945. (Administración Nacional de Archivos y Registros de EE. UU./REUTERS)

La prueba secreta

El lugar elegido parecía reunir las condiciones ideales para el secreto, pero también para la preservación de la vida. Un desierto que se creía deshabitado en kilómetros a la redonda. Sin embargo, no era así: porque a unos veinte kilómetros vivían algunos rancheros con su ganado y a menos de cien kilómetros había pequeñas poblaciones, como las de la cuenca de Tularosa, donde habitaban algunas miles de personas. Los residentes nunca fueron alertados de que a las 05:30 am del 16 de julio de 1945 estaba programada la detonación del Gadget. Y los sorprendió: “Algunos antiguos pobladores me han contado cómo estaban dormidos y fueron tirados de la cama por la explosión. Y que vieron una luz como nunca habían visto antes, porque la prueba de hecho produjo más luz y más calor que el Sol”, contó años después Tina Córdoba, una líder comunitaria de la región, a la cadena de noticias PBS.

Después de la prueba, la Base Aérea de Alamogordo emitió un comunicado de prensa que decía: “Explotó un cargador de municiones ubicado en un lugar remoto que contenía una cantidad considerable de explosivos de alta potencia y pirotecnia, pero no hubo pérdida de vidas ni de personal”. Y agregaba: “Las condiciones meteorológicas que afecten al contenido de los proyectiles de gas detonados por la explosión pueden hacer conveniente que el Ejército evacue temporalmente a algunos civiles de sus hogares”. Sin embargo, no se evacuó a nadie y tampoco se alertó sobre la peligrosa radiación generada en el lugar de la explosión. Había que mantener el secreto, por lo que la causa real no se reveló hasta después del lanzamiento de Little Boy sobre Hiroshima el 6 de agosto. Tres días más tarde, el jueves 9, Estados Unidos arrojó la segunda bomba atómica, Fat Man, sobre otra gran ciudad, Nagasaki.

El edificio conocido como Cúpula Genbaku o Cúpula de la Bomba Atómica, es ahora llamado Monumento de la Paz de Hiroshima y constituye un símbolo y un recordatorio de la devastación. (Kyodo/vía REUTERS)

Décadas de muerte lenta

Al terrible saldo de los muertos instantáneamente por la bomba de Hiroshima, con el correr de los años se sumaron las muertes lentas y dolorosas provocadas por sus efectos radiactivos. Entre todas ellas, la historia de la niña Sadako Sasaki se convirtió en un símbolo y una consigna por la paz y por el no uso con fines bélicos de la energía nuclear.

Sadako Sasaki era una niña de poco más de dos años y todavía caminaba con pasos torpes cuando el presidente norteamericano Harry S. Truman dio la orden de lanzar las bombas atómicas sobre Japón. Vivía en Hiroshima con su familia, Sadako Sasaki, y era una más entre las 255.000 personas que habitaban la ciudad el 6 de agosto de 1945 cuando la muerte cayó desde el cielo. Era liviana la niña Sadako Sasaki, tan liviana que cuando la bomba estalló la onda expansiva la hizo volar a través de una ventana y cayó en el patio de su casa, o de lo que quedaba de ella. Apenas pudo, su madre corrió hacia donde Sadako había caído, creyéndola muerta. Pero la niña estaba viva e, inexplicablemente, ilesa. La levantó en sus brazos y corrió, como si hubiera un lugar adonde huir para salvarse del espanto. Mientras la madre corría con Sadako en brazos, una lluvia negra comenzó a caer sobre ellas. Era pegajosa la lluvia, tan pegajosa que se adhería a sus cuerpos.

Sadako Sasaki y su madre no murieron cuando cayó la bomba, ni después por las heridas. De Hiroshima no quedaba casi nada, pero la madre creyó que, pasado el espanto, la niña estaba definitivamente a salvo. No sabía —en ese momento nadie lo sabía— que esa lluvia negra, pegajosa, que había envuelto sus cuerpos había dictado una silenciosa condena a muerte para Sadako. Una muerte con plazo fijado.

Durante los nueve años que siguieron, Sadako Sasaki creció, fue a la escuela, jugó con sus amigos y llegó a destacarse en los deportes. La pesadilla parecía haber quedado atrás hasta que, en noviembre de 1954, cuando tenía once años, se le empezó a hinchar el cuello y después también le apareció una hinchazón detrás de las orejas. En enero de 1955, los médicos le diagnosticaron una leucemia maligna aguda de las glándulas linfáticas y dijeron que le quedaba, como mucho, un año de vida. Su madre hablaba del mal que aquejaba a su hija de la manera más sencilla y dolorosa: “Tiene la enfermedad de la bomba atómica”.

Personas con linternas marchan alrededor de la Cúpula de la Bomba Atómica, mientras se dirigen a una ceremonia para conmemorar a las víctimas del bombardeo atómico, un día antes del 80 aniversario en Hiroshima. (Kim Kyung-Hoon/REUTERS)

Las mil grullas de papel

En el hospital, al lado de la cama de Sadako, también padecía otra víctima de la lluvia negra. Era una niña un poco más grande llamada Chizuko y también tenía leucemia. Fue ella quien le contó la leyenda Senbazuru, que prometía a quien lograra armar mil grullas de papel y las atara todas con un hilo, que una grulla le concedería su mayor deseo. Así, Sadako comenzó a confeccionar grullas con cuanto papel caía en sus manos.

En la cultura japonesa, la grulla es símbolo de buena fortuna, longevidad, lealtad, protección, armonía y felicidad, y según la leyenda, quien confeccione mil y las ate con un hilo verá cumplido su mayor deseo. Las mil grullas de papel deben armarse a través de la técnica del origami, un tipo de papiroflexia que consiste en elaborar figuras (o esculturas) de papel sin cortar o pegar el material, simplemente doblándolo en pliegues. Cuando se terminan de hacer las mil grullas, se las ata con un hilo y se las deja en un templo o al aire libre. Es una manera de entregar la energía del deseo al universo, confiando en que será concedido a medida que las grullas se desintegran en contacto con la naturaleza.

Sadako quería sobrevivir y volcó la poca energía que le quedaba en confeccionar febrilmente las grullas. Sus manos se volvieron expertas en hacer los pliegues. Las hacía con cuanto papel tenía al alcance, hasta prospectos de medicamentos. Según su padre, Shigeo Sasaki, la niña también le deseaba la paz al mundo. Hay quienes dicen que entre agosto y el 25 de octubre de 1955, cuando murió sin que se cumpliera su deseo, Sadako alcanzó a hacer 644 grullas y que, después, sus compañeros de colegio hicieron las restantes hasta completar las mil.

La historia de Sadako Sasaki se hizo conocida a partir del libro Luz en las ruinas, del periodista austríaco Robert Jungk, sobreviviente del Holocausto. Gracias a este relato, la niña y sus mil grullas de papel se convirtieron en un símbolo de paz. Desde 1958, en el Parque de la Paz de Hiroshima se levanta una estatua que la recuerda. En la base se puede leer: “Este es nuestro grito, esta es nuestra plegaria: paz en el mundo”.

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