Por: Hernán Argüello
Honduras vive una de las elecciones más decisivas de su historia reciente. Después de años de desgaste institucional, escándalos de corrupción y pérdida de confianza en la clase política, la ciudadanía reclama cambios reales, no simples relevos de figuras. En medio de esa tensión, el expresidente de Estados Unidos, Donald Trump, decidió pronunciarse a favor del candidato del Partido Nacional y condicionó incluso la ayuda a Honduras a esa victoria.
Sus palabras han tenido eco mediático, pero no cambian un hecho esencial: los hondureños ya juzgaron en las urnas el legado de ese partido y del expresidente Juan Orlando Hernández, hoy condenado por narcotráfico en Estados Unidos.
Trump es una figura influyente para muchos sectores conservadores y defensores del libre mercado en el continente. Pero que se le reconozca ese peso no significa que deba leerse la realidad hondureña desde Florida. Nuestra política no se puede reducir a un simple mapa de “anticomunistas versus comunistas”. En Honduras, el rechazo al Partido Nacional no fue un capricho ideológico; fue una reacción a años de corrupción, abusos y pérdida de credibilidad institucional.
El error de Trump no está necesariamente en su intención, sino en la información que recibe. Su lectura de Honduras parece filtrada por círculos anticomunistas de línea dura en Florida, acostumbrados a ver cualquier proyecto alternativo como amenaza roja. Esa lógica puede funcionar en el debate electoral estadounidense, pero aquí la discusión es otra: seguimos atrapados entre la corrupción del pasado y la ineficiencia del presente, intentando construir un camino distinto.
Quienes hoy intentan presentar al Partido Nacional como víctima de injusticia histórica prefieren olvidar el costo institucional y social de ese periodo. No se puede borrar de la memoria el deterioro de la justicia, los señalamientos de vínculos con el narcotráfico y el uso del Estado como botín político. El rechazo a ese modelo fue auténtico y masivo, y no se revierte con un mensaje externo por muy sonoro que sea.
La coalición que en su momento integró Salvador Nasralla para sacar a Juan Orlando Hernández del poder fue precisamente una respuesta a ese hartazgo. Nasralla no se unió a Xiomara Castro por afinidad ideológica de izquierda, sino como parte de una coalición de emergencia para desmontar un régimen que ya no era tolerable para amplios sectores de la sociedad. Fue un pacto táctico para cambiar de rumbo, no una rendición doctrinaria.
Que muchas de las promesas del actual gobierno no se hayan cumplido, y que exista decepción con el oficialismo, no invalida la necesidad de haber sacado a JOH y su grupo del poder. Lo que falló fue la ejecución del cambio, no la decisión de romper con el modelo de corrupción. Por eso hoy el debate ya no es “volver al Partido Nacional o seguir igual”, sino cómo continuar la tarea de depuración política sin repetir errores.
Aquí entra la figura de Salvador Nasralla en el escenario actual. Hoy, como candidato del Partido Liberal, se presenta nuevamente como una alternativa al continuismo y a la corrupción. Diversos análisis lo describen como un proyecto “antisistema” frente al conservadurismo de Nasry Asfura y la continuidad progresista de Rixi Moncada.
Desde la perspectiva del movimiento libertario, la libertad económica no puede construirse sobre estructuras corroídas. Un verdadero proyecto de mercado requiere Estado pequeño, sí, pero también instituciones honestas. En ese sentido, insistir en que el Partido Nacional es la opción “pro empresa” es una simplificación peligrosa. La experiencia demuestra que sin transparencia, el ambiente de negocios se degrada, y que la corrupción termina siendo el peor impuesto para el emprendedor.
El sector privado hondureño tampoco es monolítico. Estudios recientes del Consejo Hondureño de la Empresa Privada (Cohep) muestran que los empresarios han concentrado su confianza principalmente en dos candidatos: Nasry Asfura y Salvador Nasralla, reconociéndolos como las figuras con mayor credibilidad para manejar la economía y la institucionalidad.
Además, el diálogo entre Nasralla y el sector empresarial ha sido abierto y público. En encuentros recientes con empresarios de Cortés, organizados por la Cámara de Comercio e Industrias de Cortés, el candidato liberal ha planteado ejes de gobierno basados en transparencia, atracción de inversión, apoyo al emprendimiento y fortalecimiento del estado de derecho, buscando presentarse como aliado del sector productivo.
Incluso figuras tradicionales del empresariado, como Guillermo “Guayo” Facussé, han aparecido en conversaciones y gestiones mediáticas vinculadas a la campaña de Nasralla, lo que muestra que dentro del propio establishment económico hay sectores que lo ven como un interlocutor válido y una carta de cambio dentro del marco democrático y de mercado.
Es decir, apoyar a Nasralla no es, como algunos quieren hacer creer desde fuera, alinearse con una agenda “anti empresa”. Al contrario: para muchos, representa la posibilidad de combinar transparencia, lucha contra la corrupción y un modelo económico abierto a la inversión. Eso explica por qué hoy no solo jóvenes e independientes, sino también empresarios, lo consideran un actor serio en la contienda.
La pregunta de fondo es sencilla: ¿puede construirse un futuro de libertad sobre la base de la vieja corrupción? La respuesta es no. Y ese es el punto donde el mensaje de Trump pierde conexión con la realidad hondureña. No basta con declararse “anticomunista” para ser una opción de cambio; también hay que rendir cuentas por lo hecho cuando se tuvo el poder.
Honduras no necesita tutelaje externo. Necesita respeto a su memoria y a su decisión. Los votantes conocen mejor que nadie lo que significó el periodo reciente de gobierno del Partido Nacional, y también sienten en carne propia la frustración con un cambio que no se ha completado. Pero eso no implica que la solución sea retroceder; implica que se debe corregir el rumbo y profundizar las reformas.
El camino que hoy encarna Salvador Nasralla, con todos sus defectos y aprendizajes, es precisamente el de insistir en una transformación institucional que incluya al sector privado, pero sin volver a entregar el país a grupos que ya tuvieron su oportunidad y la desperdiciaron. Si la empresa privada quiere estabilidad, seguridad jurídica y crecimiento, también le conviene apostar por un liderazgo que no arrastre los mismos escándalos de siempre.
Trump puede influir en su propio electorado; en Honduras, la decisión sigue siendo nuestra. Ni Florida, ni Washington, ni ningún otro actor externo vive las consecuencias de lo que aquí se elige. Los que pagan el precio de los errores políticos son los hondureños.
Por eso, más allá del ruido internacional, la línea es clara: Honduras ya decidió que no quiere volver al pasado. El movimiento libertario y muchos sectores ciudadanos seguirán apoyando un cambio que combine libertad económica con instituciones limpias. En ese camino, la figura de Salvador Nasralla se mantiene como una opción de ruptura responsable.
Trump podrá tener opinión. Honduras tiene la última palabra
