El desencanto de la democracia

El desencanto de la democracia

Por: Álex Campos

La palabra *democracia* ya no inspira confianza, sino una mueca de cinismo. En nuestra región, ese sistema que alguna vez se nos vendió como la herramienta de la libertad hoy se ha convertido en un teatro mediocre donde los mismos actores cambian de disfraz, pero nunca de guion. No importa quién gane, el resultado siempre es el mismo: saqueo, corrupción y un pueblo convertido en espectador pasivo de su propia ruina. El desencanto no es político: es existencial.

Vivimos en una crisis espiritual tan honda que ya ni siquiera reaccionamos al desastre. Como un árbol que cae en medio de un bosque vacío, nuestra sociedad colapsa en silencio, y nadie escucha. Ese silencio es la señal más clara de que hemos perdido algo más grave que la democracia: hemos perdido el alma. Ya no creemos en nada, ni en líderes, ni en instituciones, ni en nosotros mismos.

El horizonte que se dibuja no es el de una salida electoral ni el de una transición pacífica. Es el de un choque inevitable entre facciones que se desprecian. Y aquí está lo más perverso: incluso si sobreviviéramos a esa tormenta, el dilema sería aún más cruel. Porque después del caos, podrían volver a ganar los mismos de siempre. O peor, los que jamás se fueron: solo aprendieron a cambiar de mascaras.

Pensar que la democracia, en su versión actual, podrá salvarnos es una ilusión peligrosa. Está podrida en sus cimientos, construida sobre un pacto de mentiras y sobre el cansancio de un pueblo domesticado. La verdadera amenaza no es que la democracia muera, sino que sigamos fingiendo que está viva.

La única salida ya no pasa por el voto, ni por discursos, ni por reformas cosméticas. La salida es un renacimiento espiritual que nos devuelva la capacidad de indignarnos, de defender lo justo, de volver a creer en algo más grande que el cinismo. Si no lo hacemos, nos espera una guerra silenciosa, una implosión social donde los malos seguirán gobernando entre ruinas. Y tal vez entonces descubramos, demasiado tarde, que lo único que necesitábamos no era un nuevo presidente, sino un alma colectiva que no supimos rescatar.

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