Por: Gabriela Castellanos
Honduras se cae. No sólo en los mapas de riesgo, sino también en los mapas morales. Se desmorona como un cerro saturado de lluvias y promesas. Tegucigalpa, esta ciudad hecha a pulso entre el barro y la resignación, vuelve a hundirse bajo la costra del lodo. Las lluvias no son nuevas; los muertos, tampoco. Pero lo que se renueva con la puntualidad del desastre es la caravana de los políticos que llegan a posar entre los escombros, con el mismo cinismo con que los buitres bajan al festín de la carroña.
Mientras Tegucigalpa se hunde, una vez más, llueve sobre las mismas calles, los mismos derrumbes, los mismos muertos. Llueve sobre los barrios olvidados. Los cerros se desploman, las láminas vuelan, las cunetas rebalsan de historia podrida. Y los políticos —esos predicadores de la desgracia— llegan con sus botas recién compradas, con sus sonrisas de plástico, con la limosna que se televisa. Llegan con cámaras y promesas, no con planes ni con ingenieros. Llegan a rescatar los votos, no a las personas. Cada derrumbe es un voto. Cada cadáver, una estadística rentable.
Cada lágrima, una oportunidad electoral. El país entero es una fosa abierta donde se entierran los planes urbanísticos y se edifican discursos, en un Estado que llega solo cuando ya no hay qué salvar, cuando el río ya se llevó la esperanza y el cemento solo sirve para tapar el crimen de la desidia. La pobreza es usada como andamios para sostener campañas, se convierte en capital político. Las lágrimas de los damnificados sirven de tinta para los discursos que prometen reconstruir lo que ellos mismos permitieron destruir.
No hay urbanismo, hay clientelismo. No hay planificación, hay propaganda. No hay Estado, hay un espectáculo. Tegucigalpa no se inunda por culpa de la naturaleza. Se inunda por culpa de los hombres que se roban el futuro. El agua no tiene ideología: cae nada más. Pero los políticos sí: y la usan como ideología del oportunismo, la religión del provecho, el credo de la miseria ajena. Cada deslave es una metáfora del país entero: un terreno sin cimientos, una estructura levantada sobre la corrupción, una casa construida en la ladera del olvido. Esos cerros lloran porque el bosque fue talado por la codicia.
Los ríos rugen porque los cauces fueron vendidos a la urbanización salvaje. Las montañas se desangran en lodo porque la tierra ya no aguanta tanto desprecio. Pero nadie pide estudios de suelo: piden votos. Nadie exige ordenamiento territorial: exigen coimas. Nadie habla de ingeniería: hablan de “esperanza”. Y entonces, cuando la tormenta pasa, llegan los helicópteros. Reparten bolsas, abrazos, cámaras.
El país entero se convierte en escenario de una telenovela de caridad. Los noticieros transmiten la lágrima perfecta, el niño descalzo que sonríe entre los charcos, el político que promete reconstruir “con corazón”. Y mientras tanto, los ingenieros del desastre siguen firmando permisos para construir sobre el abismo. Así ha aprendido a vivir y a sobrevivir este país que vive bajo una lluvia perpetua: la de la demagogia. Lluvia que moja las casas pobres, pero también las conciencias, hasta pudrirlas.
Tegucigalpa es hoy un espejo enlodado donde se reflejan siglos de desprecio. Los muertos de los deslaves son los mismos muertos de la miseria, los mismos que votaron con fe y recibieron lodo. Los mismos que esperan, todavía, que el agua se lleve no sólo sus casas, sino la costra de cinismo que cubre la política. Porque no hay desastre más devastador que la impunidad. No hay tormenta más destructora que la corrupción. Y no hay tierra más fértil para el populismo que la desesperación de los pobres.
Mientras no se construyan ciudades con justicia, Honduras seguirá siendo un país de ruinas: un paisaje hermoso, trágico, donde florece la miseria entre el lodo y discursos.