Por Juan Carlos Jara – Consultor Político Internacional
América Latina atraviesa uno de los momentos más complejos de su historia reciente. Lo que ayer era un continente en búsqueda de estabilidad democrática, hoy se ve asediado por un fenómeno creciente y corrosivo: el populismo autoritario. Desde Centroamérica hasta el Cono Sur, vemos cómo se consolidan regímenes que, bajo la retórica del pueblo, han ido socavando los principios republicanos, debilitando las instituciones y concentrando el poder de forma alarmante.
Ya no se trata de golpes de Estado en el sentido clásico, sino de un proceso más sutil y peligroso: el vaciamiento de la democracia desde adentro. Gobiernos que se escudan en elecciones amañadas, en la manipulación de los sistemas judiciales y en el control de los medios de comunicación, para imponer una visión única, reducir la oposición al silencio y perpetuarse en el poder. Lo vemos en Nicaragua, lo vemos en Venezuela, y lo estamos empezando a ver en otras naciones que, si no reaccionan a tiempo, seguirán el mismo camino.
En Honduras, la persecución política ha dejado de ser una advertencia para convertirse en una realidad tangible. Uno de los casos más indignantes y reveladores es el del General en condición de retiro Romeo Vásquez Velásquez, un hombre que ha dedicado su vida al servicio de la patria y que hoy enfrenta una ofensiva judicial que no busca justicia, sino venganza política. Su detención, injustificada y cargada de motivaciones ideológicas, es un claro intento por reescribir la historia, castigar la lealtad institucional y enviar un mensaje de terror a quienes se atreven a disentir del oficialismo.
No se trata únicamente de un ataque a una figura militar, sino de una estrategia más amplia para desmontar las columnas que han sostenido la democracia hondureña en sus momentos más difíciles. Perseguir a Romeo Vásquez Velásquez es perseguir a todos aquellos que creen en el orden constitucional, en la defensa de la soberanía y en la separación de poderes. Su caso debe encender todas las alarmas no solo en Honduras, sino en toda la región.
Frente a este escenario, los partidos democráticos, la sociedad civil y los sectores productivos deben dejar de lado sus diferencias coyunturales y articular una verdadera coalición por la libertad. La unidad no puede ser una consigna de campaña; debe ser una estrategia de supervivencia democrática. Es tiempo de que los liderazgos auténticos se levanten, no para prometer el paraíso, sino para reconstruir la confianza en las reglas del juego, en la transparencia, en el mérito y en el respeto a la ley.
Latinoamérica aún tiene una ventana de oportunidad, pero el tiempo se agota. Quienes creemos en la democracia como sistema imperfecto pero perfectible, debemos alzar la voz, unir fuerzas y defender la institucionalidad antes de que la oscuridad del autoritarismo se vuelva la norma y no la excepción.
Hoy más que nunca, defender la democracia no es un acto político. Es un acto de responsabilidad histórica.