Al estado de sitio, lo pondremos en su sitio

Al estado de sitio, lo pondremos en su sitio

Por: Gabriela Castellanos

Honduras se acerca a unas elecciones generales ensartada en un sombrero que ningún país que aspire a llamarse democrático debería tolerar: un proceso electoral bajo estado de excepción.

A solo 18 días de los comicios, el Poder Ejecutivo decidió ampliar por 45 días más una medida que desde diciembre de 2022 se volvió “norma, rutina, anestesia legal”.

Y aquí está lo insólito, lo indecente, lo que raya en la parodia institucional: pretender una fiesta democrática bajo un régimen que limita derechos fundamentales. Es como llamar libertad al silencio forzado, participación al miedo y soberanía a la obediencia de una chanfaina jurídica.

La justificación de la “familia real” es la misma desde hace dos años: combatir extorsión, homicidios y narcotráfico. Un enemigo que sí es real, pero se convierte en un argumento débil cuando la medida se vuelve una justificación permanente.

En la práctica, el estado de excepción ha sido un instrumento útil para el gobierno, no para la población. Ha servido para mostrar músculo, no para resolver las causas estructurales que generan violencia. Ha neutralizado reclamos sociales, no estructuras criminales. Ha debilitado a la ciudadanía, no al crimen organizado.

Mientras tanto, organizaciones de derechos humanos, colectivos ciudadanos y defensores han reiterado una advertencia tan básica como urgente: no puede haber democracia si se gobierna con suspensión de garantías.

Pero el poder ha optado por lo contrario: naturalizar lo excepcional, volver regla lo transitorio, construir un país donde la vigilancia permanente es excusa para la incapacidad estructural. Lo llama seguridad, pero en realidad es un experimento político: acostumbrar al pueblo al miedo, y al miedo ponerle uniforme legal.

Señoras y señores: el estado de excepción es la máscara perfecta de este socialismo periférico; una herramienta para domesticar pobres, no para liberar pueblos.

Bajo estas medidas, las élites izquierdosas aseguran su dominio político mientras los sectores vulnerables —aquellos mismos que el discurso oficial dice “proteger”— sufren el descontrol policial sin ver mejoras reales en sus condiciones de vida.

La violencia se combate con justicia social, no con decretos interminables. La extorsión se reduce con empleo digno, no con patrullajes mediáticos. El narcotráfico se enfrenta con políticas redistributivas, no con espectáculos de operativos, ni haciéndose ciegos con narcovideos.

Llamar “elecciones libres” a un proceso celebrado bajo estado de excepción es una farsa de manual. Esta democracia es una venta de aguacates: ver y no tocar.

El ciudadano vota, pero no decide. Se abren urnas, pero se cierran libertades. Es el sueño rosa de cualquier gobierno autoritario: un país disciplinado, vigilado, contenido, listo para depositar su esperanza en papeletas mientras se le niega su voz en las calles.

Porque nada alimenta mejor a un poder abusivo que un pueblo con las manos atadas y la boca amordazada bajo decreto.

Y aun así, pretenden vestir de civismo lo que en esencia es un laboratorio del control, un ensayo general del miedo donde participan todos… excepto la democracia misma.

Honduras no necesita más prórrogas de excepcionalidad; necesita un Estado capaz de garantizar derechos sin suspenderlos, un sistema político que no confunda control con gobernabilidad, y un gobierno que entienda que la seguridad no es una coartada sino una obligación.

No se puede construir democracia ni justicia social desde la lógica del miedo. No se puede invocar al pueblo mientras se le restringe. Y, fundamentalmente, no se puede reconstruir el país cuando la legalidad misma se vuelve herramienta para fragilizarlo.

Y aquí está la pregunta crucial que deberíamos hacernos: ¿qué clase de democracia nace en un país donde los ciudadanos van a votar con sus derechos suspendidos?

Ir a votar con libertades mutiladas en una “fiesta cívica”… con el miedo vigilando desde cada esquina. Entonces lo que llamamos elecciones es apenas un ritual para que la dictadura parezca orden.

Y aun así, el pueblo votará masivamente, para poner en su sitio la continuidad del estado de sitio.

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