Por: Juan Carlos Jara
Había una vez, no hace tanto; un caminante que decidió entrar a una casa vieja, grande, llena de grietas y de historias mal contadas. No era su casa. Nunca lo fue. Pero quienes custodiaban la puerta lo invitaron a pasar con convicción, con respaldo y con una idea clara de futuro.
No lo hicieron por ingenuidad ni por cálculo menor. Lo hicieron porque vieron en él lo que esa casa necesitaba desesperadamente: voz, presencia, coraje y la capacidad real de competir. Fueron ellos quienes le dieron la posibilidad de participar dentro del Partido Liberal de Honduras y de representarlos en la contienda electoral. Y conviene decirlo con absoluta claridad: ellos jamás lo traicionaron.
Tampoco lo hizo el Presidente del PLH. Al contrario. Lo acompañó, lo sostuvo y lo proyectó con hechos, (no con discursos vacíos); como el próximo Presidente de la Nación. Hubo respaldo político, hubo estructura, hubo una voluntad genuina de hacerlo crecer. Esa parte de la historia es incómoda para algunos, pero es real.
El caminante avanzó. Y cuando un proyecto avanza, aparecen dos tipos de personas: quienes entienden la dimensión del momento y quienes solo ven la oportunidad de figurar.
Alrededor de él se fue formando un pequeño séquito. Personajes menores, sin campañas recorridas, sin derrotas que enseñen, sin triunfos que legitimen. No llegaron por mérito ni por experiencia; llegaron impuestos desde el vínculo más íntimo: su acompañante, “La Jefa”, como se hacía llamar por estos minúsculos e insignificantes “actores de reparto”. Confundieron cercanía con poder y acceso con autoridad. Y desde esa confusión comenzaron a decidir sin saber, a opinar sin entender y a cerrar puertas que otros habían abierto con esfuerzo y visión.
Pero hubo algo todavía más grave.
Dentro de ese entorno había, o pudo haber; consultoría política de altísima clase. Experiencia real. De esa que no se aprende en cafés ni en redes sociales. Experiencia de haber construido presidentes en otros países, de haber caminado procesos complejos, de haber ganado donde otros solo improvisan. Esa experiencia estaba allí. Al alcance de la mano.
Y sin embargo, jamás fue escuchada y mucho menos, valorada.
No por falta de capacidad.
No por errores estratégicos.
Sino por mezquindad.
La acompañante del candidato, ( “La Jefa” ); junto a un pequeño grupo de acompañantes ineficaces y ruidosos, jamás se aferraron a esa guía. No quisieron. No les convenía. La presencia de un Consultor Político Internacional los dejaba en evidencia. Los opacaba. Les recordaba, todos los días, lo poco que sabían y lo mucho que estaban improvisando.
Prefirieron sentirse importantes antes que ganar.
Prefirieron mandar antes que escuchar.
Prefirieron rodear al caminante de mediocridad obediente antes que de talento incómodo.
Y así, el proyecto comenzó a encerrarse sobre sí mismo.
Quienes discrepaban con respeto fueron desplazados.
Quienes advertían riesgos fueron ignorados.
Quienes podían llevarlo a la presidencia fueron silenciados.
No hubo traición del partido.
No hubo traición de quienes le abrieron la puerta.
No hubo ausencia de proyección presidencial.
Lo que hubo fue soberbia doméstica, ego mal administrado y una avaricia pequeña, pero letal, de quienes no querían que nadie brillara más que ellos, aunque eso significara apagar la posibilidad histórica de llegar a la presidencia de la nación.
Al final, como siempre ocurre, las máscaras caen. El poder no perdona la improvisación. La historia no absuelve la mediocridad. Y los proyectos no sobreviven cuando son secuestrados por quienes jamás estuvieron a la altura del momento.
A Salvador no lo derrotaron sus adversarios.
No lo traicionaron quienes confiaron en él.
Lo detuvo su propio entorno.
Lo cercaron los pequeños.
Y lo alejaron del triunfo aquellos que, por miedo a ser opacados, prefirieron perder el país antes que perder protagonismo.
En política, las oportunidades históricas no se repiten. Y cuando se pierden, casi nunca es por culpa del enemigo, sino por la torpeza de quienes se creen indispensables… cuando en realidad solo estorban.
A Salvador no lo derrotó la oposición ni lo traicionó el partido que le abrió la puerta y lo proyectó como Presidente. Lo alejaron del poder quienes, desde su entorno más íntimo, confundieron influencia con capacidad y cercanía con inteligencia.
Se despreció experiencia probada, se silenció a quien sabía ganar y se privilegió a un séquito mediocre por miedo a quedar en evidencia.
Así se pierden las oportunidades históricas: no por falta de apoyo, sino por exceso de ego, mezquindad y pequeñez alrededor del líder.
