Por: Hernán Argüello Zelaya
Irán sigue siendo, en pleno siglo XXI, un régimen teocrático donde el poder no recae en una república representativa, sino en un círculo cerrado de clérigos que interpretan y aplican la ley islámica (sharía) bajo una visión radical del Corán. Esta estructura autoritaria ha convertido al país en un actor hostil hacia Occidente desde hace más de cuatro décadas.
Quienes tenemos memoria histórica recordamos bien la Revolución Islámica de 1979, cuando estudiantes radicalizados tomaron por asalto la embajada de Estados Unidos en Teherán, secuestrando a 52 diplomáticos durante 444 días. Fue una humillación global para el gobierno de Jimmy Carter y una señal clara del nacimiento del islamismo político moderno. No fue una acción aislada: fue el inicio de una ideología de confrontación con el mundo libre.
El trato hacia las mujeres en Irán es una muestra alarmante del extremismo institucionalizado. Se les niegan libertades básicas, son castigadas por quitarse el velo y muchas veces son víctimas de crímenes de honor, ejecutados por sus propias familias bajo el silencio cómplice del Estado. Esto no es folklore religioso: es represión sistemática.
Pero lo más preocupante es la visión ideológica que el régimen iraní profesa. Desde su fundación, los líderes iraníes han expresado de manera abierta su deseo de destruir a Israel y confrontar a Estados Unidos. Para ellos, el Occidente representa la decadencia, la corrupción moral, y el “infiel” que debe ser eliminado. No son palabras sueltas: están en discursos oficiales, cánticos estatales y libros de texto.
En este contexto, la reciente acción militar de Estados Unidos contra Irán no puede entenderse como una agresión gratuita, sino como una reacción estratégica frente a un régimen que ha demostrado, repetidamente, que no busca coexistir, sino dominar o destruir. Permitir que Irán desarrolle un arma nuclear sería permitir que una ideología de muerte adquiera poder irreversible.
Los tratados de no proliferación existen por razones éticas y geopolíticas, pero en el caso iraní, hay un agravante único: el país ha jurado eliminar a otras naciones del mapa. Ni la retórica ni las amenazas son nuevas; lo que cambia es la capacidad tecnológica. Y eso, sencillamente, no se puede permitir.
La comunidad internacional debe actuar con claridad moral. Un régimen que niega derechos humanos fundamentales, que reprime a su propio pueblo, que exporta terrorismo y que sueña con un holocausto nuclear no puede ser tratado como un Estado normal. Debe ser contenido, aislado, y si es necesario, confrontado.
No se trata de una guerra de civilizaciones, sino de una defensa de los valores fundamentales que sostienen la libertad humana. El mundo libre no puede cerrar los ojos ante un régimen que no quiere vivir en paz, sino imponer el terror en nombre de Dios.