El populismo abre la puerta, el autoritarismo se instala y aniquila los derechos humanos

El populismo abre la puerta, el autoritarismo se instala  y aniquila los derechos humanos

Por: Ángela Marieta Sosa

Existen muchas definiciones sobre populismo, pero para mí, es el cinismo en su máxima expresión, en el rostro de la política mentirosa, maquillada con el pico rojo y mirada ponzoñosa de lince de Tlaxcala; es el demonio disfrazado de hombre o de mujer.

El populismo y autoritarismo, en sus múltiples formas, representan una amenaza directa a la vigencia plena de los derechos humanos. Estas formas de gobierno, basadas en la concentración del poder, la desinformación y la manipulación emocional de las masas, tienden a socavar los principios básicos del Estado de derecho, la división de poderes, la independencia judicial y la libertad de prensa, todos pilares esenciales para la protección de los derechos fundamentales.

Desde la doctrina internacional, autores como Guillermo O’Donnell y Juan Linz han advertido que el populismo des-institucionaliza la democracia al reemplazar el sistema representativo por una relación directa entre el pseudo-líder y las masas, erosionando los mecanismos de control y rendición de cuentas. El autoritarismo, por su parte, elimina toda posibilidad de participación ciudadana efectiva y criminaliza la disidencia. En ambos casos, los derechos humanos son vistos como obstáculos a la gobernabilidad y no como garantías inviolables.

Ejemplos contemporáneos en América Latina, como la familia Castro en Cuba, Maduro en Venezuela y los Ortega en Nicaragua y otras regiones del mundo muestran cómo el discurso populista se apropia del lenguaje de los derechos humanos para justificar prácticas que, en el fondo, los violentan: restricciones a la libertad de prensa, represión de manifestaciones pacíficas, uso excesivo de la fuerza, discriminación contra minorías y eliminación de contrapesos institucionales.

El populismo tiende a generar una visión de “pueblo enemigo” frente a quienes no comparten la ideología del gobernante. Esta lógica binaria de “nosotros contra ellos” excluye, estigmatiza y, en casos extremos, persigue a quienes disienten. Bajo este marco, el derecho a la diferencia, a la crítica y a la participación pluralista es suprimido.

Según datos de Freedom House 2024, más del 40% de la población mundial vive en países donde las libertades políticas y los derechos civiles están en retroceso. Regímenes como los de Nicaragua, Venezuela y Cuba han sido señalados por organismos internacionales por su deterioro institucional y su desprecio por los derechos fundamentales. En estos contextos, el populismo ha servido de fachada para la consolidación de poderes autoritarios.

El autoritarismo anula el principio de legalidad. En lugar de proteger a los ciudadanos, el Estado autoritario se convierte en instrumento de coerción y miedo. La represión sistemática, la censura y la persecución política son sus mecanismos habituales. La historia reciente de América Latina demuestra que, cuando el poder se concentra sin límites sobre todo en familias, las violaciones a los derechos humanos se vuelven una política de Estado.

El autoritarismo y el populismo no son solo fenómenos políticos, son amenazas existenciales al sistema de derechos humanos. En su avance, no solo erosionan instituciones: destruyen la confianza, silencian voces y clausuran futuros. Es nuestro deber ético y democrático enfrentarlos con verdad, educación, organización y compromiso colectivo.

Así que, si en Honduras gana el tentáculo de la izquierda internacional, dada la importación del modelo autoritarista, lo que sigue es: supresión de la libertad de expresión y prensa, no hay espacio para la sociedad civil independiente, se criminaliza la protesta social y la participación política, se distorsiona la ley para legitimar el abuso, no existe transparencia ni rendición de cuentas y el oscurantismo, la opacidad y la impunidad se consolidan estructuralmente. Esto impide conocer la magnitud real de las violaciones a los derechos humanos y obstaculiza cualquier forma de reparación para las víctimas.

Doctrinalmente, la relación entre democracia y derechos humanos es indisoluble. Así lo reconoce la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que ha sostenido que “no puede haber derechos humanos sin democracia ni democracia sin derechos humanos”. De igual manera, el preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos establece que el respeto a los derechos y libertades es la base de la libertad, la justicia y la paz en el mundo. Y aunque la garantía de derechos humanos dentro de una democracia no alcanza un 100% de su eficiencia, entre el ensayo y error se generan espacios de progresividad.

Los derechos humanos necesitan democracia real para florecer: transparencia, justicia independiente, libertad, participación y vigilancia ciudadana. En ausencia de estas condiciones, el discurso de los derechos se convierte en letra muerta, en una promesa vacía en boca de quienes concentran el poder en el familión y criminalizan la diferencia.

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